Recostada
al sol de un cálido invierno observo cómo una pequeña ardilla con su gran cola
sube y baja de un árbol que no sé como se llama, ni cómo son sus frutos. Ella sí lo sabe. Y cuidándose de mis movimientos, pasa
raudamente de un árbol a otro; selecciona los frutos, tomando lo que la nutre, lo que es bueno y
tirando sin más, lo que no sirve.
Este es uno
de esos momentos en que no hay otra cosa que observar y pensar. Entonces,
pienso qué me deja lo observado. Los seres humanos somos (supuestamente) más
inteligentes que las ardillas. Sin
embargo, guardamos y guardamos, en la
casa, en el placar, en la mente y en los corazones, cientos de cosas, personas,
palabras y recuerdos que no sirven,
tratamos de modificarlos, de adaptarnos a ellos, y albergamos muchas veces la
esperanza de que tal vez, algún día,
sean buenos, nutran, vuelvan a servir.
Ella sigue,
mirándome cada pocos segundos, con su selección instintiva, mientras yo trato
de razonar cuáles son mis nutrientes, si
vale la pena lo guardado y si no he desechado tal vez lo útil o recuperable.
Le digo
gracias y me ignora. Mi razón, mis conclusiones, no son importantes en su vida.
Para mi, si. Entonces, gracias, igual.
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